Le
cuento, Leonardo, esto es la pura verdad. No olvido la frialdad de esos dedos.
Tampoco la mano en sí. La conocí delicada, y hoy… metida en esa pequeña caja,
pálida. Se la devoran unas hormigas coloradas. No tiene el anillo de oro. Sus
uñas no tienen el lustre que les conocí. Los hombres de negro vendrían pronto.
Querían que viera. Ya lo hice. Quizás que sostuviera por unos instantes la mano
muerta. También lo hice, aunque con asco. Supe que el precio de la traición es
la muerte. Eso lo decía la página cinco del libro. Gioconda no lo entendió.
La
primera vez que me buscaron estaba ocupado desempacando unas mercancías en la
bodega. Solo al verlos, me empezó una extraña irritación en la piel, una
picazón que no había experimentado antes.
–
¿Cuándo y cómo le ocurre esa irritación?– preguntó el doctor.
Comienza
inicialmente en los brazos. Luego va en aumento. En mi desesperación me ha
hecho desnudarme para rascarme con todas mis uñas. La piel me queda lacerada.
Logró verme el famoso médico Hasan Arshad. Me hizo pruebas. Me prohibió
consumir gluten, lactosa, huevo, pescado, crustáceos, soya, sésamo, colorantes,
chocolate. Luego me remitió a usted diciéndome que mi mal estaba fuera de su
ciencia, que sólo un experto de la mente podría ayudarme.
–
Amigo, usted padece de Sofofobia.
–
¿De qué? ¿Qué es eso, doctor?
–
Es miedo a saber. Horror a conocer más de algo que lo obsesiona.
–
¿Cómo se cura?
–
Con hipnotismo. Este consultorio será su confesionario. Deberá atender mis
recomendaciones.
Del
primer día lo recuerdo todo. Tomo una caja que tiene grabada una silueta de la
Mona Lisa. No trae más identificación, lo cual me extraña. Miro las demás.
Todas iguales. No intentamos abrirla. Mis ayudantes se persignan y huyen. En
ese momento, entran chirriando al hangar tres camionetas negras. Se bajan
hombres armados. Todos con porte militar. Escudriñan la galera. Se dispersan.
No los veo más.
–
No se mueva.- En realidad, con los brazos en alto, yo ni respiro. Tras unos
segundos que son eternos, se abre la puerta del auto más lujoso. Se presenta
con lentitud y donaire, una reina de belleza. La he visto solo en la
televisión. Llega con un traje muy elegante color carmín, como sus zapatos
altos, sus labios y sus uñas llamativas. Camina como en una pasarela. Se me
acerca. Yo tembloroso, no sé qué hacer ni decir. Nunca he estado tan cerca de
una diosa, y menos apuntado por rufianes con sus AK 47.
–
Buenas tardes, Vincenzo – (no entiendo cómo sabe mi nombre).
–
Bien – digo sin mucho ánimo.
–
Baja los brazos. No temas. A partir de ahora, soy Gioconda para ti. Cada vez
que llegue mi carga, con mi rostro, me la guardas como Dios manda, hasta que
mande a sacarla. No quiero a nadie husmeando, ni revisando. Si lo haces bien,
te daré lo que mereces. Si no, también te lo daré. ¿Comprendido? –
Me
entrega el Manual de la edición 2018. Me pide que siga las instrucciones que
hay allí. Es grueso y cargado de íconos y procedimientos. - Ésta será tu
Biblia, me reitera varias veces, con una sonrisa hermosa. Y me da un beso que aun
guardo conmigo.
Se
van como vinieron, dejándome devastado y solo. Así comienza la irritación que
aún me dura.
–
Créame que desde entonces seguí las instrucciones. Excepto aquella vez en que
llegaron los militares venezolanos – el doctor me veía y tomaba notas. Miraba
su reloj y me decía: vamos progresando Vincenzo. No se preocupe, vamos
avanzando. Hábleme de los hombres de negro.
-¿Del
gobierno?
-Dígame,
¿cómo se llamaba el jefe?
–
No puedo, doctor. El manual no me lo permite. – Pero, él sacó un collar de
hipnotismo, y no supe si hablé o no de las cargas de la Gioconda. Todo ello fue
antes de lo de la cajita de la mano. Días después fui a verlo.
–
Doctor, debo hablar con usted urgentemente- Levantó la vista y me miró con algo
de indiferencia. Le pido que se esconda lejos. Esa gente lo sabe todo, más que
usted mismo que tiene el don de leer las mentes más obsecadas. Mi general y sus
camaradas rojitos cada tanto me mandan a cuidar otras cargas más pesadas. Con
el asunto de mi tratamiento, usted es ahora parte del negocio. Ellos vendrán
cuando crean que es un problema. Por favor, márchese. No pararán de hacer
envíos. Ahora mandan otras cargas. Y yo ya estoy muy embarrado. Como sabe, no
tengo familiares cercanos, y mis amigos están dispersos. En cambio, usted…
–
¿Qué están enviando ahora?
–
No puedo decirle, doctor. Allí mi tarea es simple, asegurarme de que nadie
husmee, y callar. Por eso lamento lo de la reina. Creyó que con su belleza
espantaría la codicia y la ambición de los socios. Ni en Tanzania ni en Uganda
les interesa su encanto. Allá lo que importa es el oro de Venezuela. Y más vale
si no se les pierde en el camino…Mire, otra vez me está dando la picazón.
¡Ay, no puedo más con esta irritación! ¡Haga algo!
Leonardo, esa
vez no pude aguantarme…Me quité la ropa. Me rajé la piel de tanto rascarme. El
doctor sacó una porción de 10 ml de una sustancia incolora que me dio a beber.
Se me nubló todo. Me caí. Entre tinieblas ví entrar a los hombres de negro. Me
arrastraron como si fuera un bulto. Antes de salir del consultorio logré ver
sobre su mesa, la portada del Manual, pero la edición 2019. Luego no vi más al
doctor ni al Manual ni a nadie.
Y
aquí, ahora, a quien veo deambular a menudo, al igual que usted lo hace,
es a la Gioconda, quien no sonríe, y a pesar de sus elegantes vestidos y
zapatos, nunca suelta un chal que le oculta el muñón de su mano derecha.
Leonardo
levanta el rostro, cierra los ojos y la recuerda con sus dos manos y el mismo
chal.