lunes, 5 de agosto de 2013


“Azules como el cielo, como el mar…” algo cursi para describirlos- pensó Ernesto. Sus ojos eran mucho más que ello. No los podía ver fijamente, siempre debía bajar la vista. Cuando esto sucedía, lo inundaba una especie de pena que no sabía ocultar. No era la intensidad de su mirada, era algo indefinible que lo hacía dudar sobre cómo actuar, hablar o hacer. Damaris Molina tenía esa cualidad de apocarlo hasta hacerlo sentir un niño acorralado.  Sus cabellos negros como cintas ondulantes, su tez blanca con tonos sutiles de rosado y sus pecas, que una vez logró ver de cerca, lo habían hechizado desde la primera vez. Era una magia que lo mantenía encantado, siempre pensándola.

Ernesto G. regresó a su Panamá natal luego de años de ausencia. Respiró su aroma a tierra mojada al bajar del avión. El vapor húmedo de las dos de la tarde que se le impregnó inmediatamente en la piel y en la ropa, le despertó sus recuerdos infantiles, como aquel cuando jugaba a las canicas de vidrio con sus vecinos y se precipitaba un aguacero descomunal colmado de escupitajos furiosos que levantaban nieblas de la tierra, para luego de unos minutos, regresar a la calma, al cielo azul y a la luz.
            ¡Por fin de vuelta!- se dijo a sí mismo y unas lágrimas se le asomaron tímidas. Presentó su pasaporte con ciertas reservas en la ventanilla correspondiente. Aún recordaba con detalles su salida hacía veinte años atrás. Esa vez, escoltado y cada tanto empujado por militares altaneros, le tocó dar una última mirada a los afiches de unas mujeres con sus polleras típicas frente a las ruinas de Panamá La Vieja. Esos tesoros gráficos los llevaría consigo en su difícil peregrinar por tierras de lenguas torcidas.
            -Adelante, ha llegado usted a la República de Panamá, sea bienvenido- le dijo con delicadeza una agradable funcionaria de migración, al tiempo que sellaba formalmente su ingreso al país. Una nueva sociedad lo recibía, y él como un turista, iba impregnándose de cuanto veía, olía o sentía. Lo primero que hizo al salir fue alquilar un auto, alojarse en un hotel y reconocer su ciudad, sus calles, sus baldosas curvadas por el paso del tiempo, los rincones donde se crió, los que aún existían. Pudo pasearse frente a la oficina donde trabajó sus primeros años como abogado litigante. Quedaba en el casco viejo de la ciudad. Allí conoció a la mujer de sus sueños: Damaris Molina. Ahora tantos años después no sabría si ella lo reconocería en alguna esquina. Nunca supo cuánto la amaba en silencio, ni lo de su partida, ni las razones, en fin, sería como conocerse otra vez. Las preguntas le asaltaban. Mientras manejaba despacio por el centro de la zona colonial, se atragantaba los sentidos con los mangos, las ciruelas, los pixvaes en los kioscos, los buses con sus coloridos retratos humorísticos, los ruidos de la gente, sus voces, los gritos tan comunes, tan característicos; los balcones con la luz de mayo hiriendo las paredes, las veraneras en flor saludando a los peatones, y en el fondo, el club militar de suboficiales en ruinas, agujereado de balas y manchado de fuegos como un fantasma solitario con sus cicatrices de violencia y comején implacable.
Detiene el auto cerca de la Plaza de la Catedral y camina aspirándose los años perdidos. Se sienta en el borde de la acera. Es un turista que absorbe los sonidos, las imágenes de niños jugando pelota con un palo de escoba y tapas de soda. Percibe al Mar del Sur como un animal enorme que va y viene guardando para sí secretos de piratas y asaltos, silente como una gran ballena que dormita y se deja llevar por las olas, pero que algún día podría reventar su furia contra los muros de Las Bóvedas. Así se sentía también él, inundado de tristezas y deseos.
En la habitación del hotel, toma un directorio telefónico y se dispone a buscar el número de la residencia de Damaris. Lo encuentra. Levanta el aparato para discarlo y se detiene un segundo. Mira a su alrededor, y encuentra un reloj de pared señalando las cuatro en punto.
Esa ceremonia la realizó una vez, cuando a un par de horas de ser expulsado, logró que le permitieran hacer una llamada desde el aeropuerto. Esa vez no habló, simplemente discó su número y le bastó con escuchar varias veces su voz preguntando: aló, aló. Entonces, vivió con ese sonido dulce, con el recuerdo de sus ojos profundos, con sus cintas negras al viento, su piel de terciopelo con pecas y su risa de cascabeles. Fue suficiente.

Tras semanas de cierto vacío creado por sus recuerdos, la inadaptación y las nuevas referencias de su realidad, poco a poco la tristeza lo va abatiendo. Se siente deprimido. En las noches busca en sueños a sus amigos, a los familiares, los lugares que frecuentaban y las alegrías y risas de sus vidas. Al despertar, poco recuerda de aquello, sin embargo, la soledad lo asfixia con pesimismo avasallador. Casi todos tienen una razón para haber olvidado. Tienen otros caminos. Se ríen y se asombran del paso del tiempo. Tras la alegría inicial de la voz en el teléfono, llegan las excusas por las cuales no se verán en breve. Convoca a los que más recuerda. Algunos aceptan, se verán en el apartamento hoy mismo.

Son las cuatro en el reloj de la pared. Siente que van llegando al cuarto los que encontró y aún quieren verlo, quizás por curiosidad: Germán Visuetti, Isabel Conane, Frederic Jason y aunque aún no se lo cree, Damaris. Casi no se reconocen. Cuatro décadas en cada uno es una vida extensa que requiere tiempo para ser contada. Escogió música de los años 70 y recordaron a los compañeros de la oficina, algunos ya jubilados, otros en el extranjero, la mayoría con hijos enormes y orgullosos de mostrarlos en pequeñas fotos. Preguntas van y vienen. Risas y anécdotas de años atrás van alumbrando la noche. Incluso de momentos en los que no estuvo presente, lo cual le genera cierta envidia. Nombres de universidades, de empresas, trabajos, y hasta confesiones inoportunas flotan de un lado a otro. En medio del bullicio de los amigos que se reencuentran, Ernesto no deja de observar con todos sus sentidos a la mujer que le permitió sobrevivir. Ahora su voz de trino es algo más grave, pero brillante. Su piel de terciopelo presenta arrugas disimuladas, y sus formas ya no son las que recuerda. Su mente ágil y su inteligencia natural parecen intactas, pero sazonadas de cierta malicia.
Se cuentan trivialidades y el tiempo no se detiene. Sin haberlo notado, es hora de partir. Cada uno se excusa por no seguir en esa sesión que les revivió unas horas, que les permitió saberse en un vínculo moribundo, que quizás después de esa noche, desaparezca por mucho tiempo. Se van marchando, y queda Damaris sentada como una diosa con su traje blanco y su mirada de mar.
-Cuéntame de tu último día en Panamá aquella vez en que te marchaste. Quiero saber de ti. ¿Qué ocurrió? Éramos tan jóvenes…- le dice mientras que con el donaire que le caracteriza se recuesta ligeramente en el sofá. Toma con delicadeza una copa de cristal y señala con la mirada la botella de vino tinto. Su mirada es transparente.
Ernesto se coloca en una silla cercana. Le pregunta si puede bajar las luces. Ella asiente y le hace señas para bajar el volumen de la música, que a esa hora, es lenta, dulce. Él descubre que, como él, ella adora a Schubert y sus sonatas. También se sirve una copa de vino, estira el brazo y en honor al tiempo perdido, le pide un brindis. Acepta. Al ritmo de Winterreise, ambos se sienten muy inspirados. Mientras, la ciudad se desgaja en gritos de cotidianidad. Una sirena de ambulancia se aleja con su urgencia nocturna. Cierra la ventana y las cortinas.
-Antes de contarte tanto de lo que se me quedó aquí encerrado, y lo que curtió mi piel de marinero, quiero brindar por este momento único- levanta la copa con determinación. Ella aprueba la idea haciendo algo similar.
-Por la mujer de mis sueños, la que nunca me abandonó, aquella sin la cual habría sucumbido a la barbarie, a la tortura y a la soledad. Por tus hermosos ojos de profundidades que aún me asustan e intimidan, por la memoria de la joven muchacha que hoy ya no eres, pero que aún vive en mí, por aquella que tengo enfrente y me recuerda que la vida puede ser dulce como la miel de las flores de los naranjos, y que tan sólo se requiere unos segundos para vivir la eternidad. Por mis pasos errantes que hoy se cruzan con los tuyos, en esta pequeña habitación, que ahora es un castillo de cristales, y que está dispuesto a que una reina lo ocupe con sus trinos y sus destellos de luz –termina él diciendo elocuentemente.
-Por el hombre tímido. Por el que un día se fue sin aviso alguno. Por algunas lágrimas perdidas. ¡Salud! – dice Damaris.
Un leve tintineo hizo brillar la habitación. El silencio inundó los espacios. El vino como sangre real, manchó la noche con alegrías. Se miraron con el corazón abierto. Con tanto que contar, el tiempo fue abalanzándose sobre los relojes, y al descubrirlos, ambos se dan cuenta que no basta la noche ni el día siguiente, ni los venideros para agotar lo ido, para engañar al destino y creerse que son los mismos de años atrás. Ella sutilmente descubre su muñeca y sabe que es hora de marchar. Se levanta con elegancia, y ambos lamentan sin decirlo que las agujas implacables no descansen en su avance. Con sutileza le ofrece su brazo, y ella se cuelga de él como las flores en el aire de la mañana. Caminan con la parsimonia de un casamiento. En la puerta, ella le toma con sus manos de seda, y lo mira algo presumida por un momento que parece eterno, no es una mirada coqueta, pero tiene una pizca de deseo y cariño viejo que se filtra por los sentidos de Ernesto. Como siempre, él no soporta y baja la cara. Ella aún sosteniéndolo con sus manos, le acerca sus labios al oído y le susurra con su voz de cristal, dos palabras que permanecerán en su cabeza por siempre. Abre la puerta y sale apresurada. Ernesto permanece de pie, soñando despierto. Siente los tacones alejándose por las escaleras. Decide bajar. Abre furiosamente la puerta. Echa a correr saltando peldaños. Vuela de piso en piso, y la alcanza. La toma por la cintura. La abraza como si quisiera fundirla en su cuerpo. Siente su piel, sus formas ya no tan jóvenes ni firmes. ¡No le importa, la quiere así!


Vuelve la vista a la pared, son las cuatro y cuatro. Con el teléfono aún en la mano, decide marcar los siete números para escuchar aquella voz, quizás más madura, que responde aló, aló, aló. En su cabeza el dedo disca algo tembloroso y disca insistentemente, pero en la pared siguen siendo las cuatro y cuatro y el dedo no se ha movido. Afuera el ruido de los buses parece inundarlo todo, se acerca la hora de la salida de los trabajos. Ese infierno nuevo de gritos y apuros no fue lo que conoció. Sigue parado con el auricular esperando hasta que el cansancio lo traiga de vuelta y se rinda ante el tiempo. Entonces lo colgará. Se conformará con recordar intacta esa dulce voz, la que coincide con su imagen inicial, aquella que aún no se destiñe en su cabeza. Ahora sabe más que nunca, que seguirá viéndola con sus ojos de océano, con sus pecas de colegiala, donde quiera que decida vivir.

Tomado del libro MIRADA DE MAR (2012) de Gonzalo Menéndez G., ganador del Premio Nacional de Cuentos José María Sánchez -2012, Edit.UTP. Panamá 

jueves, 28 de marzo de 2013

Peripecias de "Cien años de soledad" de acuerdo a su autor: Gabo.

La odisea literaria de un manuscrito


A principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Ángel, en la Ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien años de soledad. Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo:
-Son ochenta y dos pesos.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:
-Sólo tenemos cincuenta y tres.

Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.

'Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote'

Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad. Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con la que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias, pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio, que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales, que sólo usamos para la boda y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.

El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron -sin los anillos- un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia, porque siempre ha desconfiado del destino.

-Lo único que falta ahora -dijo- es que la novela sea mala.

La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.

Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de morir,el primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.

Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:

-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.

No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.

En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.

No lo dudé, porque Mercedes -más que nunca- se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde las primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:

-¡Esto es puro vidrio!

Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuándo fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Ésta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.

Problemas simples como ése llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes, sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.

Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Álvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo en curso de la novela. Yo me las arreglaba para inventarles versiones de emergencia, por mi superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.

Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elío, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.

Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos hasta marzo de 1966 -un año después de empezado el libro-, cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro.

Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:

-Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.
-Perdone, señora -le dijo el propietario asombrado-. ¿Se da cuenta de que entonces será una suma enorme?
-Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.

Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: 'Muy bien, señora, con su palabra me basta'. Y sacó sus cuentas mortales:

-La espero el siete de septiembre.

Se equivocó: no fue el siete, sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.

Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una paella igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.

La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces escuché recitados por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.

A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc. En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela, era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor.

Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.

Años después, Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.
Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.

-Bendito sea Dios -exclamó-; si no me lo hubiera dicho, no habría podido dormir hasta el lunes.

Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa, -de quien nunca había oído hablar- en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.

Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.

De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Álvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta. Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos y que él repetía encantado a los suyos.
-¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! -me gritó-. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.

Luego, muerto de risa, me dijo:
-Menos mal que éste es mucho mejor.

No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Con ninguno de los amigos de entonces ni en ningún libro de tantos he podido precisarlo. Ni aun en el de mi hermano Eligio Gabriel, el más autorizado e intenso de cuantos se han publicado sobre el tema. Por fortuna, no ha de faltar algún historiador imaginativo que se encargue de inventarlo.

La copia que leyó Álvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que él mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Álvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.

Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa -con todo su derecho- las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.

Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: 'del amigo que más los quiere en este mundo'. Junto a la firma escribí la fecha: l967. La mención sobre la firma repetida y las comillas en la frase final se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza. Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:

-¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!
Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985. Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ése es el documento de 180 folios, con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 de septiembre de este año en la Feria del Libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.

Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es por qué las galeradas originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo la lista de las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.

Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos, el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.

(tomado de la Revista Arquitrave (Colombia) página web: http://www.arquitrave.com/index.php/component/content/article/1/96-la-odisea-literaria-de-un-manuscrito )
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