“Azules
como el cielo, como el mar…” algo cursi para describirlos- pensó Ernesto. Sus
ojos eran mucho más que ello. No los podía ver fijamente, siempre debía bajar
la vista. Cuando esto sucedía, lo inundaba una especie de pena que no sabía
ocultar. No era la intensidad de su mirada, era algo indefinible que lo hacía
dudar sobre cómo actuar, hablar o hacer. Damaris Molina tenía esa cualidad de
apocarlo hasta hacerlo sentir un niño acorralado. Sus cabellos negros como cintas ondulantes,
su tez blanca con tonos sutiles de rosado y sus pecas, que una vez logró ver de
cerca, lo habían hechizado desde la primera vez. Era una magia que lo mantenía
encantado, siempre pensándola.
Ernesto G. regresó a su Panamá natal luego de años de
ausencia. Respiró su aroma a tierra mojada al bajar del avión. El vapor húmedo
de las dos de la tarde que se le impregnó inmediatamente en la piel y en la
ropa, le despertó sus recuerdos infantiles, como aquel cuando jugaba a las
canicas de vidrio con sus vecinos y se precipitaba un aguacero descomunal
colmado de escupitajos furiosos que levantaban nieblas de la tierra, para luego
de unos minutos, regresar a la calma, al cielo azul y a la luz.
¡Por fin de vuelta!- se dijo a sí
mismo y unas lágrimas se le asomaron tímidas. Presentó su pasaporte con ciertas
reservas en la ventanilla correspondiente. Aún recordaba con detalles su salida
hacía veinte años atrás. Esa vez, escoltado y cada tanto empujado por militares
altaneros, le tocó dar una última mirada a los afiches de unas mujeres con sus
polleras típicas frente a las ruinas de Panamá La Vieja. Esos tesoros gráficos
los llevaría consigo en su difícil peregrinar por tierras de lenguas torcidas.
-Adelante, ha llegado usted a la
República de Panamá, sea bienvenido- le dijo con delicadeza una agradable
funcionaria de migración, al tiempo que sellaba formalmente su ingreso al país.
Una nueva sociedad lo recibía, y él como un turista, iba impregnándose de
cuanto veía, olía o sentía. Lo primero que hizo al salir fue alquilar un auto,
alojarse en un hotel y reconocer su ciudad, sus calles, sus baldosas curvadas
por el paso del tiempo, los rincones donde se crió, los que aún existían. Pudo
pasearse frente a la oficina donde trabajó sus primeros años como abogado
litigante. Quedaba en el casco viejo de la ciudad. Allí conoció a la mujer de
sus sueños: Damaris Molina. Ahora tantos años después no sabría si ella lo
reconocería en alguna esquina. Nunca supo cuánto la amaba en silencio, ni lo de
su partida, ni las razones, en fin, sería como conocerse otra vez. Las
preguntas le asaltaban. Mientras manejaba despacio por el centro de la zona
colonial, se atragantaba los sentidos con los mangos, las ciruelas, los pixvaes en los kioscos, los buses con
sus coloridos retratos humorísticos, los ruidos de la gente, sus voces, los
gritos tan comunes, tan característicos; los balcones con la luz de mayo
hiriendo las paredes, las veraneras en flor saludando a los peatones, y en el
fondo, el club militar de suboficiales en ruinas, agujereado de balas y
manchado de fuegos como un fantasma solitario con sus cicatrices de violencia y
comején implacable.
Detiene el auto cerca de la Plaza de la Catedral y camina
aspirándose los años perdidos. Se sienta en el borde de la acera. Es un turista
que absorbe los sonidos, las imágenes de niños jugando pelota con un palo de
escoba y tapas de soda. Percibe al Mar del Sur como un animal enorme que va y
viene guardando para sí secretos de piratas y asaltos, silente como una gran
ballena que dormita y se deja llevar por las olas, pero que algún día podría
reventar su furia contra los muros de Las Bóvedas. Así se sentía también él,
inundado de tristezas y deseos.
En la habitación del hotel, toma un directorio telefónico y
se dispone a buscar el número de la residencia de Damaris. Lo encuentra.
Levanta el aparato para discarlo y se detiene un segundo. Mira a su alrededor,
y encuentra un reloj de pared señalando las cuatro en punto.
Esa ceremonia la realizó una vez, cuando a un par de horas
de ser expulsado, logró que le permitieran hacer una llamada desde el
aeropuerto. Esa vez no habló, simplemente discó su número y le bastó con
escuchar varias veces su voz preguntando: aló,
aló. Entonces, vivió con ese sonido dulce, con el recuerdo de sus ojos
profundos, con sus cintas negras al viento, su piel de terciopelo con pecas y
su risa de cascabeles. Fue suficiente.
Tras semanas de cierto vacío creado por sus recuerdos, la
inadaptación y las nuevas referencias de su realidad, poco a poco la tristeza
lo va abatiendo. Se siente deprimido. En las noches busca en sueños a sus
amigos, a los familiares, los lugares que frecuentaban y las alegrías y risas
de sus vidas. Al despertar, poco recuerda de aquello, sin embargo, la soledad
lo asfixia con pesimismo avasallador. Casi todos tienen una razón para haber
olvidado. Tienen otros caminos. Se ríen y se asombran del paso del tiempo. Tras
la alegría inicial de la voz en el teléfono, llegan las excusas por las cuales
no se verán en breve. Convoca a los que más recuerda. Algunos aceptan, se verán
en el apartamento hoy mismo.
Son las cuatro en el reloj de la pared. Siente que van
llegando al cuarto los que encontró y aún quieren verlo, quizás por curiosidad:
Germán Visuetti, Isabel Conane, Frederic Jason y aunque aún no se lo cree,
Damaris. Casi no se reconocen. Cuatro décadas en cada uno es una vida extensa
que requiere tiempo para ser contada. Escogió música de los años 70 y
recordaron a los compañeros de la oficina, algunos ya jubilados, otros en el
extranjero, la mayoría con hijos enormes y orgullosos de mostrarlos en pequeñas
fotos. Preguntas van y vienen. Risas y anécdotas de años atrás van alumbrando
la noche. Incluso de momentos en los que no estuvo presente, lo cual le genera
cierta envidia. Nombres de universidades, de empresas, trabajos, y hasta
confesiones inoportunas flotan de un lado a otro. En medio del bullicio de los
amigos que se reencuentran, Ernesto no deja de observar con todos sus sentidos
a la mujer que le permitió sobrevivir. Ahora su voz de trino es algo más grave,
pero brillante. Su piel de terciopelo presenta arrugas disimuladas, y sus
formas ya no son las que recuerda. Su mente ágil y su inteligencia natural
parecen intactas, pero sazonadas de cierta malicia.
Se cuentan trivialidades y el tiempo no se detiene. Sin
haberlo notado, es hora de partir. Cada uno se excusa por no seguir en esa
sesión que les revivió unas horas, que les permitió saberse en un vínculo
moribundo, que quizás después de esa noche, desaparezca por mucho tiempo. Se
van marchando, y queda Damaris sentada como una diosa con su traje blanco y su
mirada de mar.
-Cuéntame de tu último día en Panamá aquella vez en que te
marchaste. Quiero saber de ti. ¿Qué ocurrió? Éramos tan jóvenes…- le dice
mientras que con el donaire que le caracteriza se recuesta ligeramente en el
sofá. Toma con delicadeza una copa de cristal y señala con la mirada la botella
de vino tinto. Su mirada es transparente.
Ernesto se coloca en una silla cercana. Le pregunta si
puede bajar las luces. Ella asiente y le hace señas para bajar el volumen de la
música, que a esa hora, es lenta, dulce. Él descubre que, como él, ella adora a
Schubert y sus sonatas. También se sirve una copa de vino, estira el brazo y en
honor al tiempo perdido, le pide un brindis. Acepta. Al ritmo de Winterreise, ambos se sienten muy
inspirados. Mientras, la ciudad se desgaja en gritos de cotidianidad. Una
sirena de ambulancia se aleja con su urgencia nocturna. Cierra la ventana y las
cortinas.
-Antes de contarte tanto de lo que se me quedó aquí
encerrado, y lo que curtió mi piel de marinero, quiero brindar por este momento
único- levanta la copa con determinación. Ella aprueba la idea haciendo algo
similar.
-Por la mujer de mis sueños, la que nunca me abandonó,
aquella sin la cual habría sucumbido a la barbarie, a la tortura y a la
soledad. Por tus hermosos ojos de profundidades que aún me asustan e intimidan,
por la memoria de la joven muchacha que hoy ya no eres, pero que aún vive en
mí, por aquella que tengo enfrente y me recuerda que la vida puede ser dulce
como la miel de las flores de los naranjos, y que tan sólo se requiere unos
segundos para vivir la eternidad. Por mis pasos errantes que hoy se cruzan con
los tuyos, en esta pequeña habitación, que ahora es un castillo de cristales, y
que está dispuesto a que una reina lo ocupe con sus trinos y sus destellos de
luz –termina él diciendo elocuentemente.
-Por el hombre tímido. Por el que un día se fue sin aviso
alguno. Por algunas lágrimas perdidas. ¡Salud! – dice Damaris.
Un leve tintineo hizo brillar la habitación. El silencio
inundó los espacios. El vino como sangre real, manchó la noche con alegrías. Se
miraron con el corazón abierto. Con tanto que contar, el tiempo fue
abalanzándose sobre los relojes, y al descubrirlos, ambos se dan cuenta que no
basta la noche ni el día siguiente, ni los venideros para agotar lo ido, para
engañar al destino y creerse que son los mismos de años atrás. Ella sutilmente
descubre su muñeca y sabe que es hora de marchar. Se levanta con elegancia, y
ambos lamentan sin decirlo que las agujas implacables no descansen en su
avance. Con sutileza le ofrece su brazo, y ella se cuelga de él como las flores
en el aire de la mañana. Caminan con la parsimonia de un casamiento. En la
puerta, ella le toma con sus manos de seda, y lo mira algo presumida por un
momento que parece eterno, no es una mirada coqueta, pero tiene una pizca de
deseo y cariño viejo que se filtra por los sentidos de Ernesto. Como siempre,
él no soporta y baja la cara. Ella aún sosteniéndolo con sus manos, le acerca
sus labios al oído y le susurra con su voz de cristal, dos palabras que
permanecerán en su cabeza por siempre. Abre la puerta y sale apresurada.
Ernesto permanece de pie, soñando despierto. Siente los tacones alejándose por
las escaleras. Decide bajar. Abre furiosamente la puerta. Echa a correr
saltando peldaños. Vuela de piso en piso, y la alcanza. La toma por la cintura.
La abraza como si quisiera fundirla en su cuerpo. Siente su piel, sus formas ya
no tan jóvenes ni firmes. ¡No le importa, la quiere así!
Vuelve la vista a la pared, son las cuatro y cuatro. Con el
teléfono aún en la mano, decide marcar los siete números para escuchar aquella
voz, quizás más madura, que responde aló,
aló, aló. En su cabeza el dedo disca algo tembloroso y disca insistentemente,
pero en la pared siguen siendo las cuatro y cuatro y el dedo no se ha movido. Afuera
el ruido de los buses parece inundarlo todo, se acerca la hora de la salida de
los trabajos. Ese infierno nuevo de gritos y apuros no fue lo que conoció.
Sigue parado con el auricular esperando hasta que el cansancio lo traiga de
vuelta y se rinda ante el tiempo. Entonces lo colgará. Se conformará con
recordar intacta esa dulce voz, la que coincide con su imagen inicial, aquella
que aún no se destiñe en su cabeza. Ahora sabe más que nunca, que seguirá
viéndola con sus ojos de océano, con sus pecas de colegiala, donde quiera que
decida vivir.
Tomado del libro MIRADA DE MAR (2012) de Gonzalo Menéndez G., ganador del Premio Nacional de Cuentos José María Sánchez -2012, Edit.UTP. Panamá
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