miércoles, 8 de mayo de 2019

CONVERSACIÓN CON DA VINCI


Le cuento, Leonardo, esto es la pura verdad. No olvido la frialdad de esos dedos. Tampoco la mano en sí. La conocí delicada, y hoy… metida en esa pequeña caja, pálida. Se la devoran unas hormigas coloradas. No tiene el anillo de oro. Sus uñas no tienen el lustre que les conocí. Los hombres de negro vendrían pronto. Querían que viera. Ya lo hice. Quizás que sostuviera por unos instantes la mano muerta. También lo hice, aunque con asco. Supe que el precio de la traición es la muerte. Eso lo decía la página cinco del libro. Gioconda no lo entendió.
La primera vez que me buscaron estaba ocupado desempacando unas mercancías en la bodega. Solo al verlos, me empezó una extraña irritación en la piel, una picazón que no había experimentado antes.
– ¿Cuándo y cómo le ocurre esa irritación?–  preguntó el doctor.
Comienza inicialmente en los brazos. Luego va en aumento. En mi desesperación me ha hecho desnudarme para rascarme con todas mis uñas. La piel me queda lacerada. Logró verme el famoso médico Hasan Arshad. Me hizo pruebas. Me prohibió consumir gluten, lactosa, huevo, pescado, crustáceos, soya, sésamo, colorantes, chocolate. Luego me remitió a usted diciéndome que mi mal estaba fuera de su ciencia, que sólo un experto de la mente podría ayudarme.
– Amigo, usted padece de Sofofobia.
–  ¿De qué? ¿Qué es eso, doctor?
– Es miedo a saber. Horror a conocer más de algo que lo obsesiona.
– ¿Cómo se cura?
– Con hipnotismo. Este consultorio será su confesionario. Deberá atender mis recomendaciones.

Del primer día lo recuerdo todo. Tomo una caja que tiene grabada una silueta de la Mona Lisa. No trae más identificación, lo cual me extraña. Miro las demás. Todas iguales. No intentamos abrirla. Mis ayudantes se persignan y huyen. En ese momento, entran chirriando al hangar tres camionetas negras. Se bajan hombres armados. Todos con porte militar. Escudriñan la galera. Se dispersan. No los veo más.
– No se mueva.- En realidad, con los brazos en alto, yo ni respiro. Tras unos segundos que son eternos, se abre la puerta del auto más lujoso. Se presenta con lentitud y donaire, una reina de belleza. La he visto solo en la televisión. Llega con un traje muy elegante color carmín, como sus zapatos altos, sus labios y sus uñas llamativas. Camina como en una pasarela. Se me acerca. Yo tembloroso, no sé qué hacer ni decir. Nunca he estado tan cerca de una diosa, y menos apuntado por rufianes con sus AK 47.
– Buenas tardes, Vincenzo –  (no entiendo cómo sabe mi nombre).
– Bien –  digo sin mucho ánimo.
– Baja los brazos. No temas. A partir de ahora, soy Gioconda para ti. Cada vez que llegue mi carga, con mi rostro, me la guardas como Dios manda, hasta que mande a sacarla. No quiero a nadie husmeando, ni revisando. Si lo haces bien, te daré lo que mereces. Si no, también te lo daré. ¿Comprendido? –
Me entrega el Manual de la edición 2018. Me pide que siga las instrucciones que hay allí. Es grueso y cargado de íconos y procedimientos. - Ésta será tu Biblia, me reitera varias veces, con una sonrisa hermosa. Y me da un beso que aun guardo conmigo.
Se van como vinieron, dejándome devastado y solo. Así comienza la irritación que aún me dura.
– Créame que desde entonces seguí las instrucciones. Excepto aquella vez en que llegaron los militares venezolanos – el doctor me veía y tomaba notas. Miraba su reloj y me decía: vamos progresando Vincenzo. No se preocupe, vamos avanzando. Hábleme de los hombres de negro.
-¿Del gobierno?
-Dígame,  ¿cómo se llamaba el jefe?
– No puedo, doctor. El manual no me lo permite. – Pero, él sacó un collar de hipnotismo, y no supe si hablé o no de las cargas de la Gioconda. Todo ello fue antes de lo de la cajita de la mano. Días después fui a verlo.
– Doctor, debo hablar con usted urgentemente- Levantó la vista y me miró con algo de indiferencia. Le pido que se esconda lejos. Esa gente lo sabe todo, más que usted mismo que tiene el don de leer las mentes más obsecadas. Mi general y sus camaradas rojitos cada tanto me mandan a cuidar otras cargas más pesadas. Con el asunto de mi tratamiento, usted es ahora parte del negocio. Ellos vendrán cuando crean que es un problema. Por favor, márchese. No pararán de hacer envíos. Ahora mandan otras cargas. Y yo ya estoy muy embarrado. Como sabe, no tengo familiares cercanos, y mis amigos están dispersos. En cambio, usted…
– ¿Qué están enviando ahora?
– No puedo decirle, doctor. Allí mi tarea es simple, asegurarme de que nadie husmee, y callar. Por eso lamento lo de la reina. Creyó que con su belleza espantaría la codicia y la ambición de los socios. Ni en Tanzania ni en Uganda les interesa su encanto. Allá lo que importa es el oro de Venezuela. Y más vale si  no se les pierde en el camino…Mire, otra vez me está dando la picazón. ¡Ay, no puedo más con esta irritación! ¡Haga algo!
Leonardo, esa vez no pude aguantarme…Me quité la ropa. Me rajé la piel de tanto rascarme. El doctor sacó una porción de 10 ml de una sustancia incolora que me dio a beber. Se me nubló todo. Me caí. Entre tinieblas ví entrar a los hombres de negro. Me arrastraron como si fuera un bulto. Antes de salir del consultorio logré ver sobre su mesa, la portada del Manual, pero la edición 2019. Luego no vi más al doctor ni al Manual ni a nadie.
Y aquí, ahora, a quien veo deambular a menudo, al igual que usted lo hace,  es a la Gioconda, quien no sonríe, y a pesar de sus elegantes vestidos y zapatos, nunca suelta un chal que le oculta el muñón de su mano derecha.
Leonardo levanta el rostro, cierra los ojos y la recuerda con sus dos manos y el mismo chal.

domingo, 14 de abril de 2019

Presentación del libro colectivo Evidencias de seis cuentistas venezolanos residentes en Panamá: Vicente Emilio Lira, Carolina Fonseca, Joel Bracho Ghersi, María Pérez-Talavera, Elizabeth Daniela Truzman, y Yoselin Goncalves.


Presentación del libro colectivo Evidencias
de seis cuentistas venezolanos residentes en Panamá: Vicente Emilio Lira, Carolina Fonseca, Joel Bracho Ghersi, María Pérez-Talavera,
Elizabeth Daniela Truzman, y Yoselin Goncalves.


Por Gonzalo Menéndez González












Ciudad de Panamá, Abril 2019









 “En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos,
para darle un sentido a nuestra existencia”

Miguel de Cervantes Saavedra









Buenas tardes a todos, a los asistentes, a los que disfrutan el placer de leer un buen libro. Tengo el gran honor y por tanto, reto, de haber sido escogido por el escritor Enrique Jaramillo Levi para la presentación de este libro tan particular.

De acuerdo a la RAE:
Contar
Referir oralmente algo; confiar en poder disponer de alguien en caso de necesidad.

Exilio
Del lat. exilium. 1. m. Separación de una persona de la tierra en que vive. 2. m. Expatriación, generalmente por motivos políticos.





Tengo en mis manos un libro de cuentos, es decir, un universo oculto, un agujero negro que requiere que lo visite. Para ello, empiezo tratando de entender una portada de colores ocres con hojas mecidas de colores pasteles por el viento, o quizás, ¿por qué no?, unos pincelazos emulando plumas alborotadas. En fin, un misterio que solo se develará al llegar a la página final.
Un libro que se denomina Evidencias, pretende desde su mención, demostrar de forma concreta, un hecho. En nuestro caso, la buena literatura. Entonces me pregunto, ¿cuál es la evidencia, la prueba? Pareciera aludir a una pregunta de una conversación previamente iniciada. Algo así como, -sí, señor. Aquí está la prueba infalible. Aquí está la evidencia.
Y si quisiera especular un poco por el origen de la conversación hipotética, podría pensar que se trata de un escéptico, alguien con rasgos paranoicos o xenofóbicos que exige que se le demuestre que con los hermanos venezolanos llegan sus talentos, como muy bien apuntara el escritor Barrera Linares en el prólogo. (Ellos) Llegaron en situaciones diferentes, con mochilas (morrales en Venezuela) cargadas de sueños, de esperanzas, de temporalidad, y por supuesto, de esa capacidad de contar y transmitir que tenemos los latinoamericanos.
Inicio esta presentación con definiciones de dos palabras que resultan obligatorias: exilio y contar. Cada una puede representar un universo de conceptos o emociones para los que se alejan del suelo que los vio nacer. Y mientras más distante se camina, más se añora los pequeños detalles que condimentan nuestros días. En mi familia, la palabra exilio, pertenecía a mi padre. Era suya. Y así fue durante muchos años en mi cabeza, hasta que un amigo muy cercano, uno de esos a quienes se les puede llamar hermano o padre, durante una conversación política, como casi todas las que escuchaba de pequeño en casa, mencionó que el exilio no era suyo, sino de su familia…fue de adulto que comprendí aquello. Fue luego de un acto de reflexión profundo que empecé a entender el daño que se había inflingido a mis raíces, a mi legado. Panamá era el olor de la tierra mojada bajo un aguacero de abril, era salir a buscar iguanas en verano, cargado de un arma mortal, un biombo (china en Venezuela), cerca del Río Abajo. Era jugar con bolitas de cristal durante horas con los amigos de la calle, era recibir regaños de las madres de nuestros amigos, como si fueran las nuestras, o salir corriendo a recoger la ropa del patio de nuestra vecina, porque la lluvia se la va a empapar. Eran los marañones que manchaban la ropa, y que hoy parecen estar amenazados por una plaga, eran frutas, olores, baños en los ríos en verano, era gritarle en mi cabeza y agachado a los policías de la Guardia Nacional, aquello de “policía pata podrida, guarda el hueso pa´l mediodía…”, eso y mucho más era mi infancia. Y todo aquello se detuvo un día de octubre de 1968. Un golpe de estado lo cambió todo. Desde aquella noche en que debimos huir a escondernos en la casa de una vecina, intuí que no se me olvidaría jamás. Hasta esa noche duró mi infancia. Luego vendría mucho más: persecución política en cualquier parte del mundo en que nos encontrásemos.
Así ha podido ocurrir con nuestros invitados. No lo sé. Y no estoy seguro que quieran contarlo. Lo que sin duda es una enorme certeza para mí, es que con cada tropiezo, con cada oibstáculo, siempre supimos empinarnos. Y este libro, es un peldaño, y no pequeño, en esa cotidiana lucha entre aceptación y renuncia de lo vivido y el presente. Una evidencia del empinarse.
Pero, estimado y paciente público, también supimos encontrar el lado alegre, el lado esperanzador a las adversidades. Y es de ello que quiero hablar hoy. De ese lado brillante que está en cada uno de nosotros, y que aflora fundiendo viejos dolores, candente, rojizo, como lava ardiente y espesa que va abrasando los suelos y los alrededores. Ese lado brillante que es capaz de mantenernos, no sólo vivos, sino felices, aunque estemos en la superficie del planeta venus.
De esa sustancia etérea están constituidos los autores que hoy presentamos. Esos que han sobrepasado la tristeza, sin olvidarla, para darle una razón de ser a la vida, a los días, a los hijos que arrastran consigo, y que en algún momento comprenderán el alcance de la palabra exilio. No quiero extenderme en halagos insulzos, pero sí resaltar con una luz enceguecedora, que el esfuerzo y la necesaria adaptación a una sociedad diferente, es parecido a un parto que luego dará frutos. Ese esfuerzo personal permite a algunos, sobresalir, y mostrar que no solo no se está caído, ni vencido por las circunstancias, sino, por el contrario, muy erguido, rectilíneo, augusto, y dispuesto a mostrar, si fuese necesario, que en cada uno de ellos se coló una rica vida interior que permite contar historias, que permite que esas historias sean un universo de emociones. Y que quizás no sea urgente mostrar evidencias de talentos, porque esas pruebas, a veces, sobran.
A diferencia del prologista, y del editorialista, mis notas sobre los autores y sus obras, van signadas por el azar. Los cuentos. Sensualidad. Exactitud milimétrica en las palabras resaltan en la obra de Carolina. Sabe llevarnos de la cotidinidad a los rincones más profundos y reflexivos. Cada vez que entre a un consultorio médico, y deba acostarme en la camilla, estará conmigo, no ella, su historia de las buenas manos.
Goncalves es la más joven del grupo. Su literatura es madura. Sabe elegir los adjetivos y diálogos, y colocarlos magistralmente en su lugar, como si jugara dominó con la sapiencia de uno de los borrachos del Rincón de los aburridos, en Panamá. Es promisoria.
Casi como en una serie de novela negra, Vicente Lira, logra la desesperación que obliga a saltar de palabras en palabras hasta que sin remedio alguno, me obliga a saltar de oracióin en oración, obligándome a una práctica que detesto, y es buscar desesperadamente el final de la historia. Esa maestría se me parece a la que guardo en mis recuerdos de aquellos cuentos de misterios de Hitchcock los sabados en la noche, cuando ver televisión era también un misterio de infancia.
Pérez Talavera expone una literatura más tradicional que sus antecesores en el libro. Realista, cruda. A veces lenta y pesada, pero definitiva.
Las historias de internet y de los teléfonos celulares de Elizabeth nos dan una repentina bofetada de recuerdos. Aunado a las menciones de las reedes y a la redacción ligera sin adornos, casi coloquial, la autora roza con ligerezas los relatos y confidencias de los adolescentes. La primera arepa es dolorosa.
Joel Bracho, hijo de un amigo de un gran amigo, de uno de esos hermanos a los cuales hice mención previamente, por tanto, amigo también, llega a Panamá con las ansias de comerse al mundo, y ya se está digiriendo estos aires, las luces estridentes de seis de la mañana, las sales que empalagan los amaneceres de la avenida Balboa, y las veraneras que adornan con sus flores y espinas, el istmo. Bracho cuenta con la naturalidad necesaria para convertir un hecho simple, en una maravilla. Quizás un acto kafkiano. Una obsesión por llegar pronto al fondo de la reflexión, al mínimo costo para el lector. Conoce la maravilla de la brevedad. Sin duda alguna, su habilidad para urgar en lo más recóndito de nuestra conciencia, lo hace un escritor necesario.
Decía que hablaríamos también del verbo contar, que según la RAE tiene al menos, dos definiciones. En el caso de los autores en mención, se puede afirmar que son muy buenos contando historias fantásticas, otras realistas, breves en su mayoría, sensuales, profundas. Que me los imagino juglares de la antigüedad, transmitiendo historias de pueblo en pueblo. También podría afirmar que contamos con ellos como narradores del patio, que quién sabe, si terminen en nuestra tierra asentados como el más firme macano de nuestra campiña. Y sin duda, que Panamá, esta franja pequeña de tierras de encuentros, les extiende los brazos como en alguna ocasión, de forma muy desinteresada y amable, lo hizo con nosotros, la tierra de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios Ponte y Blanco, el soñador. Por tanto, cuenten bajo cualquiera acepción, con nosotros.
Muchas gracias.



lunes, 15 de diciembre de 2014

lunes, 5 de agosto de 2013


“Azules como el cielo, como el mar…” algo cursi para describirlos- pensó Ernesto. Sus ojos eran mucho más que ello. No los podía ver fijamente, siempre debía bajar la vista. Cuando esto sucedía, lo inundaba una especie de pena que no sabía ocultar. No era la intensidad de su mirada, era algo indefinible que lo hacía dudar sobre cómo actuar, hablar o hacer. Damaris Molina tenía esa cualidad de apocarlo hasta hacerlo sentir un niño acorralado.  Sus cabellos negros como cintas ondulantes, su tez blanca con tonos sutiles de rosado y sus pecas, que una vez logró ver de cerca, lo habían hechizado desde la primera vez. Era una magia que lo mantenía encantado, siempre pensándola.

Ernesto G. regresó a su Panamá natal luego de años de ausencia. Respiró su aroma a tierra mojada al bajar del avión. El vapor húmedo de las dos de la tarde que se le impregnó inmediatamente en la piel y en la ropa, le despertó sus recuerdos infantiles, como aquel cuando jugaba a las canicas de vidrio con sus vecinos y se precipitaba un aguacero descomunal colmado de escupitajos furiosos que levantaban nieblas de la tierra, para luego de unos minutos, regresar a la calma, al cielo azul y a la luz.
            ¡Por fin de vuelta!- se dijo a sí mismo y unas lágrimas se le asomaron tímidas. Presentó su pasaporte con ciertas reservas en la ventanilla correspondiente. Aún recordaba con detalles su salida hacía veinte años atrás. Esa vez, escoltado y cada tanto empujado por militares altaneros, le tocó dar una última mirada a los afiches de unas mujeres con sus polleras típicas frente a las ruinas de Panamá La Vieja. Esos tesoros gráficos los llevaría consigo en su difícil peregrinar por tierras de lenguas torcidas.
            -Adelante, ha llegado usted a la República de Panamá, sea bienvenido- le dijo con delicadeza una agradable funcionaria de migración, al tiempo que sellaba formalmente su ingreso al país. Una nueva sociedad lo recibía, y él como un turista, iba impregnándose de cuanto veía, olía o sentía. Lo primero que hizo al salir fue alquilar un auto, alojarse en un hotel y reconocer su ciudad, sus calles, sus baldosas curvadas por el paso del tiempo, los rincones donde se crió, los que aún existían. Pudo pasearse frente a la oficina donde trabajó sus primeros años como abogado litigante. Quedaba en el casco viejo de la ciudad. Allí conoció a la mujer de sus sueños: Damaris Molina. Ahora tantos años después no sabría si ella lo reconocería en alguna esquina. Nunca supo cuánto la amaba en silencio, ni lo de su partida, ni las razones, en fin, sería como conocerse otra vez. Las preguntas le asaltaban. Mientras manejaba despacio por el centro de la zona colonial, se atragantaba los sentidos con los mangos, las ciruelas, los pixvaes en los kioscos, los buses con sus coloridos retratos humorísticos, los ruidos de la gente, sus voces, los gritos tan comunes, tan característicos; los balcones con la luz de mayo hiriendo las paredes, las veraneras en flor saludando a los peatones, y en el fondo, el club militar de suboficiales en ruinas, agujereado de balas y manchado de fuegos como un fantasma solitario con sus cicatrices de violencia y comején implacable.
Detiene el auto cerca de la Plaza de la Catedral y camina aspirándose los años perdidos. Se sienta en el borde de la acera. Es un turista que absorbe los sonidos, las imágenes de niños jugando pelota con un palo de escoba y tapas de soda. Percibe al Mar del Sur como un animal enorme que va y viene guardando para sí secretos de piratas y asaltos, silente como una gran ballena que dormita y se deja llevar por las olas, pero que algún día podría reventar su furia contra los muros de Las Bóvedas. Así se sentía también él, inundado de tristezas y deseos.
En la habitación del hotel, toma un directorio telefónico y se dispone a buscar el número de la residencia de Damaris. Lo encuentra. Levanta el aparato para discarlo y se detiene un segundo. Mira a su alrededor, y encuentra un reloj de pared señalando las cuatro en punto.
Esa ceremonia la realizó una vez, cuando a un par de horas de ser expulsado, logró que le permitieran hacer una llamada desde el aeropuerto. Esa vez no habló, simplemente discó su número y le bastó con escuchar varias veces su voz preguntando: aló, aló. Entonces, vivió con ese sonido dulce, con el recuerdo de sus ojos profundos, con sus cintas negras al viento, su piel de terciopelo con pecas y su risa de cascabeles. Fue suficiente.

Tras semanas de cierto vacío creado por sus recuerdos, la inadaptación y las nuevas referencias de su realidad, poco a poco la tristeza lo va abatiendo. Se siente deprimido. En las noches busca en sueños a sus amigos, a los familiares, los lugares que frecuentaban y las alegrías y risas de sus vidas. Al despertar, poco recuerda de aquello, sin embargo, la soledad lo asfixia con pesimismo avasallador. Casi todos tienen una razón para haber olvidado. Tienen otros caminos. Se ríen y se asombran del paso del tiempo. Tras la alegría inicial de la voz en el teléfono, llegan las excusas por las cuales no se verán en breve. Convoca a los que más recuerda. Algunos aceptan, se verán en el apartamento hoy mismo.

Son las cuatro en el reloj de la pared. Siente que van llegando al cuarto los que encontró y aún quieren verlo, quizás por curiosidad: Germán Visuetti, Isabel Conane, Frederic Jason y aunque aún no se lo cree, Damaris. Casi no se reconocen. Cuatro décadas en cada uno es una vida extensa que requiere tiempo para ser contada. Escogió música de los años 70 y recordaron a los compañeros de la oficina, algunos ya jubilados, otros en el extranjero, la mayoría con hijos enormes y orgullosos de mostrarlos en pequeñas fotos. Preguntas van y vienen. Risas y anécdotas de años atrás van alumbrando la noche. Incluso de momentos en los que no estuvo presente, lo cual le genera cierta envidia. Nombres de universidades, de empresas, trabajos, y hasta confesiones inoportunas flotan de un lado a otro. En medio del bullicio de los amigos que se reencuentran, Ernesto no deja de observar con todos sus sentidos a la mujer que le permitió sobrevivir. Ahora su voz de trino es algo más grave, pero brillante. Su piel de terciopelo presenta arrugas disimuladas, y sus formas ya no son las que recuerda. Su mente ágil y su inteligencia natural parecen intactas, pero sazonadas de cierta malicia.
Se cuentan trivialidades y el tiempo no se detiene. Sin haberlo notado, es hora de partir. Cada uno se excusa por no seguir en esa sesión que les revivió unas horas, que les permitió saberse en un vínculo moribundo, que quizás después de esa noche, desaparezca por mucho tiempo. Se van marchando, y queda Damaris sentada como una diosa con su traje blanco y su mirada de mar.
-Cuéntame de tu último día en Panamá aquella vez en que te marchaste. Quiero saber de ti. ¿Qué ocurrió? Éramos tan jóvenes…- le dice mientras que con el donaire que le caracteriza se recuesta ligeramente en el sofá. Toma con delicadeza una copa de cristal y señala con la mirada la botella de vino tinto. Su mirada es transparente.
Ernesto se coloca en una silla cercana. Le pregunta si puede bajar las luces. Ella asiente y le hace señas para bajar el volumen de la música, que a esa hora, es lenta, dulce. Él descubre que, como él, ella adora a Schubert y sus sonatas. También se sirve una copa de vino, estira el brazo y en honor al tiempo perdido, le pide un brindis. Acepta. Al ritmo de Winterreise, ambos se sienten muy inspirados. Mientras, la ciudad se desgaja en gritos de cotidianidad. Una sirena de ambulancia se aleja con su urgencia nocturna. Cierra la ventana y las cortinas.
-Antes de contarte tanto de lo que se me quedó aquí encerrado, y lo que curtió mi piel de marinero, quiero brindar por este momento único- levanta la copa con determinación. Ella aprueba la idea haciendo algo similar.
-Por la mujer de mis sueños, la que nunca me abandonó, aquella sin la cual habría sucumbido a la barbarie, a la tortura y a la soledad. Por tus hermosos ojos de profundidades que aún me asustan e intimidan, por la memoria de la joven muchacha que hoy ya no eres, pero que aún vive en mí, por aquella que tengo enfrente y me recuerda que la vida puede ser dulce como la miel de las flores de los naranjos, y que tan sólo se requiere unos segundos para vivir la eternidad. Por mis pasos errantes que hoy se cruzan con los tuyos, en esta pequeña habitación, que ahora es un castillo de cristales, y que está dispuesto a que una reina lo ocupe con sus trinos y sus destellos de luz –termina él diciendo elocuentemente.
-Por el hombre tímido. Por el que un día se fue sin aviso alguno. Por algunas lágrimas perdidas. ¡Salud! – dice Damaris.
Un leve tintineo hizo brillar la habitación. El silencio inundó los espacios. El vino como sangre real, manchó la noche con alegrías. Se miraron con el corazón abierto. Con tanto que contar, el tiempo fue abalanzándose sobre los relojes, y al descubrirlos, ambos se dan cuenta que no basta la noche ni el día siguiente, ni los venideros para agotar lo ido, para engañar al destino y creerse que son los mismos de años atrás. Ella sutilmente descubre su muñeca y sabe que es hora de marchar. Se levanta con elegancia, y ambos lamentan sin decirlo que las agujas implacables no descansen en su avance. Con sutileza le ofrece su brazo, y ella se cuelga de él como las flores en el aire de la mañana. Caminan con la parsimonia de un casamiento. En la puerta, ella le toma con sus manos de seda, y lo mira algo presumida por un momento que parece eterno, no es una mirada coqueta, pero tiene una pizca de deseo y cariño viejo que se filtra por los sentidos de Ernesto. Como siempre, él no soporta y baja la cara. Ella aún sosteniéndolo con sus manos, le acerca sus labios al oído y le susurra con su voz de cristal, dos palabras que permanecerán en su cabeza por siempre. Abre la puerta y sale apresurada. Ernesto permanece de pie, soñando despierto. Siente los tacones alejándose por las escaleras. Decide bajar. Abre furiosamente la puerta. Echa a correr saltando peldaños. Vuela de piso en piso, y la alcanza. La toma por la cintura. La abraza como si quisiera fundirla en su cuerpo. Siente su piel, sus formas ya no tan jóvenes ni firmes. ¡No le importa, la quiere así!


Vuelve la vista a la pared, son las cuatro y cuatro. Con el teléfono aún en la mano, decide marcar los siete números para escuchar aquella voz, quizás más madura, que responde aló, aló, aló. En su cabeza el dedo disca algo tembloroso y disca insistentemente, pero en la pared siguen siendo las cuatro y cuatro y el dedo no se ha movido. Afuera el ruido de los buses parece inundarlo todo, se acerca la hora de la salida de los trabajos. Ese infierno nuevo de gritos y apuros no fue lo que conoció. Sigue parado con el auricular esperando hasta que el cansancio lo traiga de vuelta y se rinda ante el tiempo. Entonces lo colgará. Se conformará con recordar intacta esa dulce voz, la que coincide con su imagen inicial, aquella que aún no se destiñe en su cabeza. Ahora sabe más que nunca, que seguirá viéndola con sus ojos de océano, con sus pecas de colegiala, donde quiera que decida vivir.

Tomado del libro MIRADA DE MAR (2012) de Gonzalo Menéndez G., ganador del Premio Nacional de Cuentos José María Sánchez -2012, Edit.UTP. Panamá